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Alguien voló y fue libre...escribiendo

Literatura abstracta (Por Javispace y Manuel Palos)

Capítulo 4 - Una fría carrera (Por Javispace)

Capítulo 4 - Una fría carrera (Por Javispace)

Ante tan anormal aparición, Adrian no dudo en echar a correr e ir atravesando el frescor de la mañana para llegar cuanto antes allí. Pretendía zambullirse en aquella extraña y temprana reunión ya que sabía que algo tendría que ver con el o con su familia. A la vez que corría e iba acercandose al grupo iba comprobando como las caras de todas las personas que lo componian no eran sino de alegria. Julio y Julia parecian los más contentos.

- Adrian, mi amor, tu madre ya se ha dado cuenta, tu madre ha reaccionado... - exclamó Julia cuando Adrian aún estaba a quince metros.

- ¿Como?, ¿de verdad?, que alegria... - respondió

- Si, Adrian, sube a verla, esta llorando desconsolada.

- Esta bien..., voy.

Adrian abrió la puerta con una violencia inversamente proporcional a la que había empleado un rato antes para abrirla. Subió las escaleras de dos en dos y buscó entre pasillos y habitaciones, concretamente, la de sus padres.

Allí estaba su madre Estefanía, abrazada al que durante los últimos diez años había ejercido de estatua bajo las sabanas de aquella cama. Estefanía nunca creyó a Francisco. Despues de diez años, comprendió que su "compañero", el padre de Adrian, Francisco, estaba simplemente...muerto. Cualquier intento de hacerle creer dicho "status" a Estefania había derivado en última instancia en amenazas de suicidio por parte de esta. Al final, sus hijos, familia, incluso su médico de cabecera optaron por darle a Estefania aquello que más quería: un cadaver llamado Francisco. Pero por fin todo aquello había terminado. Una nueva situación se producia: mientras todo el pueblo y por supuesto su hijo  y familia, despues de duros momentos, habian superado la muerte de Francisco, para Estefanía comenzaba una nueva etapa: la viudedad.

- ¡Mama!¡Mama! Por fin, por fin eres tu. Papa esta muerto, ¿lo ves?

- ¡Claro que lo veo hijo mio!¡Claro! Oh Dios... - dijo Estefanía entre llantos.

- Pero Mama, ¡Papa lleva diez años muerto!

- Callate hijo mío, ¡Callate!

Adrian comprendió utilizando grandes dosis de empatía que no era el mejor momento para discusiones cronológicas ya que para su madre se estaba produciendo nada mas y nada menos que una tristísima novedad: la muerte de su marido. Por ello, omitió los comentarios, se acercó a Estefanía y la abrazó con fuerza.

En aquella habitación había dos entidades felices y una derrumbada:

Estefanía quedaba hundida, consciente de la perdida de una persona querida, muy querida. Adrian no solo no perdió a su padre, pues ya lo había perdido diez años atras, sino que había ganado a una madre. Una madre que aterrizaba de la nebulosa de fantasía en la que había estado durante un decenio. Francisco, por último, iba a dejar de ser tratado como un cadaver ridiculo que yacía en la cama donde todos los dias se había estado acostando su viuda. Por fin podría dormir al cementerio, en compañia de más almas dispersas, donde los muertos deberian querer marchar.

Adrian bajo a la calle para charlar con Julio, Julia y Fernando, su mejor amigo. Los demás se habian marchado. Volvió a cerrar la puerta con cuidado, no por sigilo, sino por la tranquila felicidad que le invadía. Su tristeza en un primer momento se basó en la muerte de su padre, pero con el paso del tiempo, era la muerte mental de su madre la que le estaba carcomiendo. Todo aquello estaba superado.

Al cerrar la puerta, levantó las vista mirando con amor a su amigo y sus tios. Sin embargo, un suceso inesperado se produjo. Adrian volvió a abrir la puerta de modo violento y las escaleras fueron superadas de tres en tres.

Un fuerte disparo se había escuchado en la habitación de sus padres.

Capítulo 3 - El cerro (por Manuel)

Capítulo 3 - El cerro       (por Manuel)

Intentó cerrar la puerta con suavidad para no despertar a sus padres. La madre de Adrián se despierta con facilidad, con el más fino susurro. Su padre, en cambio, siempre duerme como un tronco. La calle estaba mojada. La luz de la mañana, gris pero brillante, lo inundaba todo. De pie, dando la espalda a su casa, decidió el itinerario a tomar. A la derecha tenía el camino que se lleva a la balsa, pero sólo de pensar en ella sintió frío. Al frente estaba el solar de la familia de Tomás, todavía en obras después del derribo. Sólo algunos electrodomésticos y vigas revueltas. Izquierda, el pueblo, ya con varias luces encendidas. Se dirigió a ellas.

El sonido de sus pasos tenía una profundidad siniestra al tomar la cuesta del Mono. Esta calle transcurría a lo largo del pueblo, en cuesta, desde el río hasta el cerro, dejando atrás, sucesivamente , la casa de sus tios Julio y Julia (como los llamaban en el pueblo), la panadería, la iglesia, el bingo/bar, el Spar, y el bar de Julian; por último, a mano izquierda. Adrian pasó todo el camino pensando en sus padres.

Cuando por fin llego al parquecillo que corona el cerro, eligió la parte más alta de un tobogán para tomar asiento. Subió las escaleras, y se sentó. Tras pasar un minuto contemplando el pueblo, debajo, a sus pies; un ruido como de puerta metálica abriéndose llamó su atención. Su mirada, por puro instinto, lo llevó al lugar adecuado: el viejo almacén de Cipriano. Al levantar la vista vió, a lo lejos, cómo el abuelo Cipriano se disponía a sacar su pequeña locomotora. El viejo se adentró en el almacén. El ruido a motor retumbó de pronto en todo el pueblo. Tras tres o cuatro segundos, el morro azul asomó por el portón. Cipriano sacó la locomota hasta el camino, bajó y cerro la valla. Adrian los perdió de vista, hombre y máquina, cuando se adentraron en los pastizales de la llanura. Entonces aparecieron los primeros rayos de sol.

Tras unos minutos de ensimismamiento con la naturaleza, se encendió la luz del bingo y vio cómo la Pilar tiraba un par de cubos de agua sucia al empedrado. La mujer llevaba un vestido negro y un delantal gris. El agua bajaba por la calle creando surcos, visibles incluso desde el tobogán de Adrián. A lo lejos, el rebaño de Antonio asomó por una colina, cerca de la carreta. Las ovejas merodeaban tranquilas por los campos, con la única molestía de soportar los gritos de Nau, el perro pastor de Antonio. El sol ya tomaba aquel lugar, y tardó poco en cazar la espalda de nuestro protagonista, que agradeció ese cálido abrazo del sol por la mañana. Varios coches y tractores se veían ya en la distancia, en la carretera.

Adrián no quiso intranquilizar a sus padres y pensó en volver a casa. Su madre ya estaría despierta, su padre como un tronco. Tomó el camino y bajo dando brincos. El repentino tintineo de la moneda en su bolsillo le hizo gracia. El bar de Julián, el Spar, el bingo, la iglesia, la panadería, la casa de sus tíos. Cuando dobló la esquina y entró en su calle, algo le sorprendió. En la puerta de su casa, a unos 100 metros, había seis o siete personas. Escuchó algunos gritos.

Capítulo 2. Falsa nocturnidad (Por Javispace)

Capítulo 2. Falsa nocturnidad (Por Javispace)

Adrian despertó ausente de tembleques y de preocupaciones abstractas. El sueño había dormido tambien sus pulsivas sensaciones nostálgicas. Los objetivos a corto plazo (aunque habría que discutir si eso son objetivos o "subjetivos") eran un brusco frotar de ojos y la colocación cristiana de su cuerpo para no dejarse ni un centimetro de su altura en el horizonte. Quería despertarse despierto para que en la etapa presente (quién dice etapa, dice día) nada le sorprendiera en lo que a las circunstancias se refiere. Unos ojos despiertos y un cuerpo desperezado serían el vaso perfecto para buscar la embriaguez de sentimientos que le acompañara allá donde sus pies y todo lo que sobre ellos se establece desgastaran el suelo, el oxígeno y cualquier entidad que por allí rondara (aunque...¿quién nos dice que respirar aquí no es un robo a traición del oxígeno que valoran en ultramar?).

Caminó hacia el aseo y colocó su cuerpo en el campo de actuación de aquel humilde espejo. Nada había cambiado. Bueno, sí, era Martes (aunque bien poco había cambiado su vida desde el último Martes) y ante el espejo, después de darse cuenta de que era semejante día, se sorprendió de que el Martes se llamara MARTES y se repitió dos veces para sí: "Martes", "Martes". Dejó ir el pensamiento sobre los Martes y anduvo hacia la cocina en busca de familiaridad. Su cabeza iba mirando sus pies sucederse en un cansino andar. El pasillo se retorcia a izquierda y derecha, y la oscuridad de la casa era una realidad. Era lo más lógico, ya que en esta vida, la gente, de noche, suele dormir y por ende apagar las luces evitando un estúpido gasto (lo de gastar o no gastar es fundamental, aunque somos tan gilipollas que, a veces, hasta se nos olvida lo fundamental). Adrian encendió la luz de la cocina para poder moverse con mayor facilidad (no parecía un gasto excesivo) y, evidentemente, no había familiaridad alguna. Su madre dormía y su padre...tambien. El vacío se creo en su cuerpo y la nocturnidad aterrizó tambien en su corazón.

Miró el reloj de su muñeca, estrecha y alargada: las seis de la mañana, hora de volverse a la cama, justo lo contrario de lo que Adrian tenía en mente. Corrió apresurado a su habitación se colocó unas bermudas vaqueras y una simple camiseta roja. Con las zapatillas se entretuvo algo más, y mientras iba terminando de atarse los cordones levantó la mirada y vió aquella moneda. Al levantarse y notar sus pies agobiados ya la tenía en la mano. El cuarto de Adrian era el foco luminoso de la casa. La cálidez de las dos lámparas que custodiaban su cama devolvian fulgor a su hielo interno, que latía con fuerza. Volvió a recorrer aquel intestinal pasillo para bajar las escaleras, salir de casa y atacar la nocturnidad... la falsa nocturnidad.

Capítulo 1. Dos puntos (o tres). Por Manuel.

Capítulo 1. Dos puntos (o tres). Por Manuel.  

La valla se elevó y el coche rojo atravesó la pared de lluvia sin titubear. Adrián contó las monedas con las manos, sólo palpándolas, pues sus ojos apuntaban al maletero del coche rojo, cada vez más pequeño, finalmente invisible. Las monedas de euro al cajón de los euros, las de veinte, a su respectivo cajón. Quedó en la mesa una moneda de un céntimo que pedía asilo. Nuestro amigo la miró en su soledad y desamparo, para después acogerla en sus manos como quién abraza a un hermanito recién nacido. Aquella moneda aparecía  minúscula, ridícula, casi fuera de toda lógica. Podía haberse puesto a hablar y Adrián no se hubiese sorprendido. Le hizo tanta gracia que se le dibujó una sonrisa, igualmente ridícula.

Le pareció que debía -quién dice debía dice necesitaba- llevarse aquel pequeño tesoro de cobre con él. Nadie repararía en su desaparición -quién dice desaparición dice secuestro-, así que la acomodó de canto entre sus dedos, índice y corazón de la mano derecha, de forma que pasara inadvertida en las cámaras de seguridad del peaje. Y en dos segundos, estaba en su bolsillo. 

Sus pensamientos bascularon entonces durante tres horas entre dos puntos. Dos puntos cósmicos cercanos en el tiempo pero distantes en significado. El primer punto era el coche rojo. El segundo punto era la moneda de un céntimo. Así, durante tres horas: desde el coche rojo ya invisible hasta su pequeña moneda raptada. De uno a otro, de uno a otro. Con tanta intensidad profundizó en ambos puntos, que al final quedarán en su memoria como uno solo. En tres horas, su cabeza –quien dice cabeza dice mente o dice alma- fue capaz de avanzar -quien dice avanzar dice quemar- gran parte de su vida. De tal forma, le pareció que había pasado un año entero. Y en lugar de tener veinte años, sintió, de pronto, que tenía veintiuno. Así de profundo se grabó en su memoria el coche rojo pasando, el maletero desapareciendo y la fría moneda de canto entre sus dedos.

Cumplió con su horario laboral y a las ocho estaba marchando hacia casa, una pequeña vivienda de dos pisos en un pueblo cercano. Allí le esperaban su madre y una tortilla de patatas. Por el camino, en el coche, pensó y reconstruyó mentalmente una vez más su pequeño hurto: su fechoría. Y se sintió bien, maduro, como un hombre que ha hecho bien su trabajo y vuelve a casa a descansar al calor del hogar. Adrián se sintió todo un hombre. Igualmente, pensó en el coche rojo pasando, con sus amigos dentro, a los que no pudo dejar de cobrar. “Si me pillan, me echan”, les dijo. Ellos, entre risas, pagaron los dos euros del peaje y le dieron un céntimo de regalo. Después, se despidieron agitando los brazos. Y Adrián, recordando, se sintió de nuevo todo un hombre. 

Cuando llegó a casa, charló con su madre cordialmente, dándole gusto y con el único afán de hacerla feliz, a ella que lo merecía. Dejó la moneda en su escritorio. Se preocupó de que quedara en medio, en el centro, en el punto exacto que correspondía al centro -si es que ese punto existe en un rectángulo-. Después se desnudó y, tras mirarse al espejo ciertamente sorprendido por la forma de su cuerpo, se dejó caer en la cama. Y de nuevo se puso a bascular: de un pensamiento a otro, de uno a otro. Por tercera vez en el día –quien dice día dice noche- se sintió como un verdadero hombre. De hecho, se sintió terriblemente vivo y comenzó a temblar.